Un monje que conducía una carreta perdió el control de las caballerías, que espantadas, arrollaron en su loco galope a un niño causándole la muerte.
El juez exculpó al conductor, pues todos los testigos relataron el hecho como un desgraciado accidente, pero el monje desde ese día vivió obsesionado por la culpa.
A cada hora del día y de la noche podía ver la cara del niño y oír su grito de dolor al ser aplastado por la carreta. De este modo, obsesionado de un modo enfermizo, no lograba apartar aquel suceso de su mente, y así pasaron las semanas y los meses sin que el monje pudiera olvidar.
Atrapado por el dolor, decidió consultar con el abad:
-Si eres tan estúpido que no puedes vivir con eso, es mejor que tomes una determinación o en caso contrario vivirás atormentado el resto de tus días.
-Lo intentaré, pero tengo grabadas en la mente la cara y el grito del niño.
Pasó un tiempo pero el monje no olvidó. El maestro le dijo:
– Tu única solución es buscar una muerte honorable. Si no puedes vencer eso, no mereces seguir viviendo como monje, yo te ayudaré a morir.
El abad sacó su afilada espada y le pidió al monje que se pusiera de rodillas. Éste, confundido y por la obediencia debida, hizo lo ordenado.
-No te muevas, te cortaré la cabeza de un solo tajo.
El monje se sobrecogió de miedo, un sudor frío recorrió su cuerpo que comenzó a temblar.
El abad inició el golpe. La hoja avanzó velozmente hacia el cuello del arrodillado que oyó su silbido acercarse. En ese momento el terror lo paralizó.
Pero el abad detuvo la espada justo un milímetro antes que rozara la piel del monje. Con un fuerte grito preguntó:
– ¿Has oído ahora la voz del niño o has visto su cara?
– No -contestó el monje aturdido y todavía atrapado por el miedo.
– Pues si han desaparecido una vez de tu mente, podrás lograrlo de nuevo.
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