Por el año de 1747 vivía en Ocotes de Moya un hombre llamado Darío Moya, el cual entregado a los vicios hacia sufrir a su pobre esposa.
Era su costumbre derrochar su dinero en el juego y el alcohol, salía en busca de sus compañeros de parranda a los ranchos de las Mesas, los Soyates, Agua Colorada y Palo Gacho; al volver a su casa tenía que descender de la Mesa hacia los Ocotes de Moya por una vereda que pasaba debajo de un corpulento y viejo encino, una de cuyas ramas, le tumbaba siempre el sombrero de suerte que se veía obligado a bajar de su caballo para recogerlo.
Fastidiado por el repetido incidente, determinó cortar la rama, pensando que al venir tomado podría su frente dar contra aquella rama y caer del caballo y matarse. Un día trajo de su casa el hacha, subió al encino y al descopetar la rama vio como brotaba sangre y se encontró con algo extraordinario: la figura de Cristo crucificado, a la cual al dar el golpe le había cortado un dedo.
Sorprendido llamó a los vecinos, quienes le ayudaron a cortar las ramas hasta dar con aquel Cristo. Lo llevaron al ojo de agua y ahí lavaron el tronco después de quitarle la cáscara; construyeron una enramada y resguardaron ahí la figura del Señor crucificado. Ante este hecho, don Darío convirtió su vida en la de un hombre honorable, dejando el vicio del alcohol y las jugadas.
Mucho tiempo después por el año de 1833 se desató en Yahualica la peste del cólera morbus, que cegó muchas vidas. Para alejar la epidemia el Padre Cesáreo Villegas hizo traer la Imagen del Señor del Encino, se le hicieron rogativas, se le llevó en procesión por las calles del pueblo y la epidemia cesó.
Desde entonces como muestra de filial gratitud y homenaje, acude la bendita imagen a la celebración de las fiestas patronales la mañana del 27 de septiembre y hace su tradicional “entrada” entre el júbilo de la población y el ambiente festivo de las calles adornadas, la música, la pólvora y las campanas.
Fuente:
Pbro. Saúl Legazpi Sandoval
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