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LOS ENAJENADOS

A inicios del siglo XIX la alta especialidad en medicina aún estaba lejos de consolidarse, y eran los mismos médicos quienes tenían la responsabilidad de aplicar sus conocimientos en todas las áreas que ha comprendido la fisiología humana. Aún no se podía hablar de psiquiatras; había médicos especializados en las enfermedades mentales a los que se denominaba alienistas. Según se observa en la segunda edición del Diccionario de La Lengua Española, publicada en 1783, alienado remitía al término enajenado, que se definía como una “total conmoción y perturbación de la razón, que hace que el hombre no esté en sí, ni sea dueño de sus acciones y operaciones naturales”; de allí el nombre alienista para el médico especialista en atender semejantes casos.

Las interpretaciones sobre las enfermedades mentales generalmente permanecían atadas a las teorías humorales típicas del orden medieval, y el tratamiento por el que más se apostó a inicios del siglo XIX para atender tales padecimientos fue precisamente el de la reconstitución “moral” de los individuos. El “tratamiento moral”, técnica y procedimiento por el que se concentró el alienista francés Philippe Pinel a fines del siglo XVIII, no era sino la búsqueda de un equilibrio psíquico y afectivo del hombre.

Progresivamente y para los últimos 20 años del siglo XIX, el higienismo, impregnado de un amplio sentido moral, se postró en México como uno de los principales argumentos en donde algunas disciplinas (principalmente las ciencias médicas) interpretarían el estado saludable y moral de la sociedad, proponiendo una terapéutica cuyos resultados harían posible el progreso y regeneración del bajo pueblo. Una disciplina que la mayoría de las veces tuvo en sus manos el control de las enfermedades mentales.


El nuevo confinamiento


Durante la Guadalajara porfiriana todavía no se podía hablar de la existencia de hospitales psiquiátricos como hoy se conciben ni como sucedió en la ciudad de México a raíz del Manicomio General de La Castañeda en 1910. Únicamente el Hospital de San Miguel de Belén, hoy Hospital Civil Fray Antonio Alcalde, tenía contemplada un área para tal clase de enfermos, denominada “sala de enajenados”. Pese a ello, en Guadalajara se hicieron varios intentos por modernizarla. Así, en 1866, la comisión creada para invertir en la formación de dos departamentos para dementes y lazarinos en el Hospital Civil ofreció un informe detallado sobre las modificaciones. El espacio fue remozado con nuevas puertas, cerraduras y mejor ventilación, que nunca fue suficiente para la cantidad de enfermos que albergaba.

No obstante, se procuraron mayores cambios en el hospital, ya que para 1868 el administrador de Belén solicitó al gobernador del Estado que se suspendieran las visitas y paseos —que, “por una costumbre antigua”, se hacían en abril y septiembre, en especial a la sala de enajenados—, pues, ante la presencia de tal cantidad de personas ajenas, “los infelices dementes” servían de “espectáculo y de diversión”. Aunque es difícil saber si tal solicitud fue correspondida por el gobernador, cabe resaltar las acciones que el personal del hospital tenía tal vez hacia la seguridad y salud de los enfermos o, quizás también, para que no se exhibieran las condiciones en que aquéllos permanecían, las cuales pudieron no haber sido muy buenas.

El espacio dedicado a los dementes (a la vez que sus métodos terapéuticos) es una cuestión que posiblemente no se defina aún con certeza. Abundio Aceves, quien también fue médico del Hospital Civil de Guadalajara, tiempo después hizo una observación sobre las necesidades urgentes del hospital. Bajo su estudio higienista Medicina social y en lo tocante a los servicios que requerían especialmente las mujeres, llegó a plantear la posibilidad de reformar las instituciones hospitalarias y de beneficencia. Demandó, por ejemplo, la creación de una sala de maternidades, en donde las mujeres debían quedar ajenas a la “atmósfera viciada y la inoculación directa”. Declaró que un hospital debía ser limpio, espacioso y bien ventilado, “pues de lo contrario su atmósfera se satura de sustancias albuminoideas descompuestas y se produce el miasma nosocomial”.

Posteriormente, según el informe del gobernador Francisco Tolentino, en 1887 el Servicio de Enajenados del Hospital Civil ya contaba con 100 camas: 50 para el departamento de hombres y 50 para el de mujeres; este último además contaba con cuatro salones, tres patios y 16 bartolinas o celdillas. Ya para 1890 al hospital se le fue dotando de equipos y procedimientos que respondían tanto a sus propias exigencias como a las pautas que iban delimitando las nuevas tendencias médicas; así, le fue diseñado, a iniciativa original del gobernador Ramón Corona, un nuevo manicomio que cumpliera más con las exigencias higiénicas.

Pese a los esfuerzos, las críticas al sistema hospitalario traspasaron al siglo XX como problemas latentes, ya que algunos sectores denunciaron las condiciones de los enfermos; un aspecto más era el tratamiento, pues un solo médico los veía “una sola vez al día con la celeridad que requiere la visita a 200 aislados en un término de dos horas”.

Cabe comprender que el departamento de enajenados hacía cada vez más incontrolable y deficiente la seguridad interna de los enfermos. El 28 de septiembre de 1893, pasadas las siete de la tarde, seis mujeres de las presas en la Sala del Sagrado Corazón “salieron de allí gritando y vociferando insolencias”; el administrador del hospital, Luis Herrera, determinó mandarlas a encerrar en el manicomio. Pero a la mañana del día siguiente, cuando el médico ordenó que cuatro de las presas tomaran un “baño tibio” (ver recuadro), el administrador encontró que aquéllas volvían a gritar “escandalosamente, incitando a la rebelión a las demás”, lo que lo obligó a llamar al jefe político con el fin de remitirlas y así “se les impusiera algún castigo”. El jefe político se llevó a las sublevadas sin haberse respetado la disposición, digamos terapéutica, antepuesta por el médico.

El administrador creyó haber rescatado el orden, pero, pasadas las siete de la tarde de ese mismo día, hubo un escándalo mayor en donde ahora se involucrarían otras 26 presas de la Sala del Sagrado Corazón, “agregando a sus gritos obscenos el ruido de trastes y muebles que trataron de destruir”. El administrador Herrera llamó nuevamente a la jefatura política “para consultar y pedir auxilio”, pero cuál fue su sorpresa al encontrarse que dicha oficina y la Inspección General del hospital se encontraban cerradas. Sin recursos, el administrador no contuvo la salida de las presas que, mediante escándalos, trataron de introducirse en las salas de hombres. La guardia, quizá temerosa por la multitud, sólo esperaba las órdenes del señor Herrera “para proceder”. Aquél, imposibilitado para dictarla y al ver que la conmoción ya no se debía prolongar más, acudió con el director del hospital, Gregorio Rubio, para suplicarle que diera la orden a su nombre y así la guardia actuara y condujera a las “revoltosas” a la jefatura. La orden finalmente se llevó a cabo.

El caso nos permite, en apariencia, ver el movimiento y la precaria seguridad que albergaba el principal nosocomio de Guadalajara, además de las funciones indefinidas y poco formales de la sala de enajenados, ya que ésta se utilizaba para confinar temporalmente a los reos enfermos e incorregibles, enajenados o no. La superpoblación, aunada a la falta de recursos (que la mayoría de las veces eran otorgados por filántropos), continuaba siendo crítica. Para 1896 el hospital albergaba a 545 enfermos distribuidos en 13 salas, de las cuales sólo dos eran para enajenados: una para hombres con 85 enfermos y la de mujeres con 58.


Fugas “sagaces”


Las fugas fueron cosa común, pues incluso el director del hospital, Aurelio M. Fernández, rindió informe a su superior sobre la fuga de Patricia Godínez, rea sentenciada que ocupó el número 69 de la sala de Sagrado Corazón. Según el director Fernández, la tarde del 17 de octubre de 1902 —durante la visita de familiares—, el personal del establecimiento se percató de su ausencia. Así, tras sus investigaciones, el director fue informado de que “algunas personas rodearon la cama de la enferma pero no maliciaron nada”. De la misma manera calificó a Patricia Godínez de “muy sagaz”, pues, arguyó, dichas personas le llevaron una muda de ropa, lo cual posiblemente le facilitó su huida entre la multitud.

Pero la comunicación de Aurelio Fernández tornó implícita una exigencia hacia las mismas autoridades de Beneficencia Pública, ya que si se cometió aquel imprevisto fue a causa también de no haber contando con una guardia especial durante las visitas. No obstante, para la noche del día 19 —dos días después— también se percataron de la fuga de la “enagenada” (sic) Ascención García. Las conjeturas de Fernández no fueron menores, ya que, por licencia que le concedió el encargado del departamento de salir al patio desde la tarde, aquélla “pudo haberse subido a la barda que circunda el patio, puesto que otras veces ha sucedido que alguna enagenada (sic) se haya subido”. Sin resultado, se procedió a buscarla en la puerta, el panteón —que le era y sigue siendo aledaño— y alrededor de todo el nosocomio.

En respuesta que obtuvo para el 22 de octubre por el mismo director de Beneficencia Pública, no recibió de él más que una leve reprimenda, pues, si se percató desde el día de la primera fuga de “una concurrencia inusitada” por las visitas, hizo mal en no haber redoblado la vigilancia.

Otra cuestión que hay que resaltar sobre la vida interna de los enajenados del Hospital Civil de Guadalajara fue la condición existente entre enfermos “distinguidos” y de “gracia”. Obviamente los primeros hacían alusión a aquellos familiares que fueron capaces de pagar una pensión mensual para el cuidado, y algunas veces hasta el abandono, de sus enfermos; en cuanto a los segundos, correspondía simplemente a las condiciones regulares y originales en que funcionaba el hospital desde su creación por Fray Antonio Alcalde a fines del siglo XVIII: como un asilo y hospital para las clases menesterosas. Pese a que en la realidad muchos familiares recurrían a la pensión para depositar en el hospital a sus enfermos con la única intención de quitarse una responsabilidad, otros sí confiaban en las atenciones ahí recibidas y en la capacidad de sus médicos

Solicitudes para hacinar enfermos de gracia en el Hospital Civil también fueron muy frecuentes. En agosto de 1898, el propietario de la Hacienda de San Antonio, en la municipalidad de San Gabriel, declaró ante el Gobierno local que en aquel lugar “una mujer viuda, con familia y enteramente en la miseria recientemente se ha trastornado del cerebro y su enfermedad progresa de tal manera que no es posible soportarla”. Por tal motivo pidió conseguirle un “lugar de gracia” en el Hospital Civil de Guadalajara. El argumento de aquel notable propietario fue más que suficiente para el confinamiento de aquella mujer, cuyo nombre, vale decirlo, jamás fue inscrito en la solicitud.

Con casos así, vemos que los enfermos mentales fueron representados como sujetos “insoportables” e indeseables para la sociedad, la localidad, la comunidad y el hogar. Gobiernos, durante varias épocas y contextos, emprendieron serias persecuciones y secuestros contra esos grupos indeseables: vagos, locos y mendigos, además de los criminales, debían ser depositados en sus respectivos confinamientos, y el manicomio, durante mucho tiempo, cumplió con esa función.


Madres e hijos


De la vida en el hospital se pueden reconstruir innumerables relatos, como el de Soledad Rosas, quien fue remitida al Hospital Civil en agosto de 1896 en calidad de “demente”, pero, al haber presentado un estado muy avanzado de embarazo, se resolvió que fuera enviada al Departamento de Maternidad hasta que concibiera a su hijo, lo cual sucedió un par de meses después. Una vez esto, a Soledad sólo le fue permitido tener a su hijo hasta que terminara el puerperio, para que pasara al departamento de cuna mientras ella continuaba su “curación”. De cualquier manera era imposible que Soledad lo conservara, pues, bajo opinión de varios facultativos, Soledad era “imbécil” y no tenía “facultades morales” para la educación de su hijo.

Abundio Aceves refiere que “cuando la enferma está loca, nada más natural que encerrarla en un establecimiento apropiado que la preserve de ciertos peligros, y también se le retirará el niño. Con la mayor prudencia deberá procurarse influir sobre su moral, para tratar de tranquilizarla, haciéndole ver lo erróneo de sus ilusiones; el tiempo más a propósito para darle tales consejos es en los intervalos de descanso en que la enferme esté verdaderamente calmada”. Estas medidas fueron muy recurrentes tanto en el orden manicomial como en el penitenciario.

Tanto para Aceves como para cualquier alienista de fines del siglo XIX, las mujeres durante toda su vida tendrían el riesgo de presentar diversas manifestaciones de locura tra­nsitoria, muchas veces entendida como histeria, causada por los desórdenes de la vida orgánica central de la mujer: el útero. Así, la ovulación, la pubertad, la concepción, el puerperio, la lactancia y la menopausia se concentraron como procesos biológicos que la exponían a la locura.

Al correr del siglo XX, el tratamiento psiquiátrico en Guadalajara, y en general en todo México, se fue ajustando al predominio de nuevos conocimientos y nociones terapéuticas, desplazando cada vez más el confinamiento a que eran sujetos los enfermos. A diferencia del siglo XIX, para la era moderna se ha vislumbrado un gran desarrollo en las técnicas y recursos auxiliares útiles para la atención a las enfermedades mentales, tales como la farmacología o la psicoterapia. Herramientas y disciplinas que, a la vez de establecer el control y, en algunos casos, hasta la curación de ciertos padecimientos, han generado un nuevo paradigma, al igual que un debate desde el lado de la bioética sobre sus métodos invasivos y repercusiones a largo plazo.

Miguel Ángel Isais Contreras, maestro en Historia de México por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, con especialidad en Historia Social y Cultura.


Hidroterapia

Durante el siglo XIX fue común el empleo de la hidroterapia en los hospitales psiquiátricos: consistía en aplicar a los enfermos duchas de agua fría o templada con la intención de “relajarlos”. Sin embargo, es incierto el verdadero uso que tuvo dicho procedimiento, pues había veces, como se muestra en el caso de las reas “escandalosas”, en que se aplicaban para moderar las pasiones de los pacientes incorregibles.

Documentos consultados

Archivo Histórico de Jalisco, Beneficencia, Hospitales y Salubridad, (1868), c. 72, 4946; (1893), c. 73, 4453; (1896), c. 86, 2147; (1902), c. 106, 3052; (1898), c. 93; (1896), c. 87, 2163.
Bibliografía recomendada


Bibliografía recomendada

Isais Contreras, Miguel Ángel. “Solas y desdichadas. Locura y suicidio femenino ante la circunstancia médico-jurídica de fines del siglo XIX y principios del XX”, en Lourdes Celina Vázquez y Darío Armando Flores (coordinadores), Mujeres jaliscienses del siglo XIX. Cultura, religión y vida privada,Guadalajara, UdeG, 2008, pp. 391-419.

Oliver Sánchez, Lilia V. Salud, desarrollo urbano y modernización en Guadalajara (1797-1908), Universidad de Guadalajara-CUCSH, 2003.

Postel, Jacques y Claude Quétel (coordinadores). Nueva Historia de la Psiquiatría, de Francisco González Aramburo, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.

Ramos Escobedo, Alejandro. El manicomio del Hospital Real de San Miguel de Belén, Universidad de Guadalajara, 2005

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