María Remart, tiene 52 años, abundante y alborotado pelo marrón, un rostro decidido; trabaja muy duro como vendedora de seguros de defunción, y es una mujer que odia ser el centro de atención, se mimetiza con cualquier ambiente o personas, y por eso rara vez expresa su opinión o inquietudes, jamás confesaría que piensa que la todo el mundo la odia, no ha superado la trágica muerte de su querido esposo Manuel.
Tras la muerte de Manuel, ha dejado su vida totalmente a la deriva, evita permanecer en su casa y especialmente en su recamara, ha caído en un ciclo vivencial, donde caja objeto de su hogar le recuerda un carrusel de imágenes de Manuel.
María, ante de la puerta de su recámara, se resiste a entrar, pero hace un esfuerzo y llorosa adelanta tres pasos al frente y mira una recámara vacía, sin vida, sin aroma humano, sus componentes inactivos y muertos, el espejo proyecta una sombra oscura, abraza una leve capa de polvo que nubla su lucidez, las cortinas permanecen cerradas rígidas cansadas de soportar el sol a sus espaldas claman en silencio un descanso que no llega, una cama fría sin vida, dibuja figuras irregulares y caprichosas fruto de la poca atención recibida los últimos días, María busca en todas direcciones y en todos los rincones, solo encuentra la ausencia de Manuel.
El espejo sobresale en la pared con un borde dorado y grisáceo por el polvo, María camina hacia el espejo que Manuel le había regalado en su cumpleaños, y retira un poco de polvo de su superficie.
Tras unos instantes, deja espacar un fuerte grito desgarrador acompañado de lágrimas.
–¿Porque me dejaste sola?-dijo llorando a grito a abierto
–No me he ido, estoy aquí. -
Se escuchó una voz amorosa, dentro del espejo y una leve silueta simulaba un rostro, era el rostro de Manuel.
– Prometí, que no te iba a dejar y así lo haré, pero no de la forma que tú piensas, en cada objeto que compramos estaré presente yo, en todo lugar que conocimos juntos ahí estaré yo, pero sí buscas mejor, donde si me encontrarás vivo, será en el rostro de cada uno de nuestros hijos y nietos, sobre todo en sus miradas de trizeza, que te dicen que aman igual que yo.
—No he muerto para morir, he muerto para vivir eternamente.
María, caminó hacia la ventana tranquila recorrió las cortinas, el sol lentamente iluminó la oscuridad.
José Medina Maciel
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