por María Irma González Medina
Una vieja máquina, hojas, leer y escribir poco, eran suficientes para ofrecer sus servicios a la población
tapatía de antaño. Al principio escribían todo a mano pero después usaron las primeras máquinas que
llegaron a Guadalajara a finales del siglo XIX.
Debido al gran número de analfabetas que había en esa
época surgieron inteligentemente los “evangelistas”. Eran personas con una incipiente instrucción, pero
el uso de algunos términos complicados en los escritos le daba a la clientela cierta confianza.
Aunque estaban obligados a tomar tres cursos en el Instituto de Ciencias del Estado, su preparación
concluía con la aplicación del examen general de Teórica, no todos calificaban satisfactoriamente para
desempeñar el oficio.
Muy temprano las historias se escribían en la vía pública. Simulaban su oficina en las banquetas; tenían por escritorio una mesa y dos sillas de madera. Redactaban diversos comunicados, desde cartas de amor hasta escritos dirigidos a las autoridades. La gente también los identificaba como escribanos.
Este singular oficio fue muy próspero en los albores del siglo XIX cuando la escritura se hacía a mano.
Estos presuntuosos escribanos, ante el analfabetismo que predominaba, se jactaban de tener vocación para anotar y redactar correctamente lo que la gente les dictaba, y a veces lo que ellos suponían que la persona quería expresar. Llegaron a realizar sus exitosas actividades en distintos puntos de la ciudad.
En las cercanías de Santo Domingo, hoy San José, por la calle que pasaba frente al templo se instalaba
el grupo más numeroso de ellos, luego esa calle se llamó de los Escritorios, por obvias razones.
Con el crecimiento de la ciudad también proliferaron los “evangelistas”. Se establecieron en San Juan de Dios, San Agustín, en el Jardín de la Penitenciaría de Escobedo (hoy Parque de la Revolución) y en el jardín de la Soledad, hoy la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres.
Durante muchos años el edificio de
Correos se ubicó en ese jardín. Había en medio un kiosco, y ahí en la sombra siempre había cuatro o
cinco evangelistas bien equipados. Por la atinada ubicación consiguieron un notorio desarrolló en el oficio, pues eran asistidos por mucha gente que requería el servicio postal.
Todavía a principios del siglo XX, no era extraño encontrarlos en poblados y rancherías, las personas
hacían filas para ser atendidos por un distinguido escribano. Algunos de los clientes sólo sabían
escribir su nombre como firma, otros preferían dibujar una X o un simple garabato.
Como dato curioso, cuenta la gente que hubo un escribano llamado Clemente Ramírez, quien cobró
gran renombre al dirigir una petición al emperador Maximiliano de Habsburgo. He aquí el relato: una
mujer, a quien su esposo había sido asesinado sin justificación alguna, pidió a Ramírez le escribiera una carta al emperador Maximiliano, donde le solicitaba la socorriera por haber sido sacrificado su
marido.
El escrito tuvo respuesta del emperador. No se sabe a ciencia cierta si fue por lo ocurrente del
mensaje o por la ingenuidad de la demanda, que Maximiliano ordenó le dieran cien pesos para resarcir
algo del dolor ocasionado en la mujer.
Don Clemente se enteró de la contestación, pronto se encargó de
leerla y de inmediato, muy orgulloso, puso sobre en su papelera un rótulo que decía: "Clemente Ramírez, especialista en misivas para la corte”.
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