Si de virtudes se habla y buscamos una persona que lo demuestre, no tendríamos que pensarlo mucho para afirmar que el mejor de los ejemplos es el ilustre obispo de Guadalajara, Don Fray Antonio Alcalde.
Humilde por convicción, caritativo por naturaleza, Fray Antonio Alcalde honró no solo a la iglesia pues fue hombre de hábito religioso, sino a la sociedad entera, porque su vida y obra fue una constante tarea de servicio y beneficencia.
Guadalajara está muy orgullosa que su extraordinario bienhechor está en camino a los altares, pero por lo pronto honra a tan magnánimo personaje con una calle medular de la ciudad y con una colosal estatua que se yergue en medio del jardín del Santuario, frente al garboso santuario de Guadalupe en el corazón de la urbe.
El Congreso de Jalisco, al reconocerle sus virtudes, lo honró nombrándolo “Benemérito del Estado”, según decreto 16449 publicado el 30 de enero de 1997; enseguida, se acendró su memoria al instituir la condecoración “Fray. Antonio Alcalde”, galardón que se debe entregar anualmente a la persona o institución que se distinga por sus actividades en pro de la humanidad.
En el mes de agosto se cumple un aniversario del fallecimiento de este eminente pastor, pues falleció en nuestra Perla Tapatía el martes 7 de agosto de 1792: al acaecer tan amargo suceso, la entonces capital de Nueva Galicia se llenó de tristeza y dolor, pues había perdido a su mayor benefactor.
Alcalde había visto la primera luz del mundo el 15 de marzo de 1701 en la villa de Cigales, obispado de Valladolid, provincia de Castilla la Vieja, en España. Su cuna fue pobre, ya que sus padres eran personas de pocos recursos económicos: él se llamó José Alcalde, y su señora esposa, Doña Isabel Barriga y Balboa. Su tío Antonio, hombre de iglesia, lo bautizó en su parroquia y en razón a la temprana muerte de Doña Isabel, realmente se convirtió en su educado
A los escasos 16 años, el joven Antonio tomó los hábitos dominicos, luego realizó los estudios correspondientes y finalmente profesó. Siendo de clara inteligencia, se desempeñó como lector de artes y de sagrada teología, labores que llevó a cabo en varios conventos de su orden religiosa. En 1725 pasó del diaconado a ser presbítero; revestido de este solemne carácter, se dedicó con empeño y mansedumbre a servir, hasta que en 1751 se le nombró prior del convento de Santo Domingo en la ciudad de Zamora.
Del anterior destino, se le envió el año de 1753 como prior del convento de Jesús María, cercano a Madrid. El lugar se prestaba para la meditación, lo que aunado a la vida frugal propia de la regla dominica, forjaron en Fr. Antonio un religioso modelo. Irradiando tales condiciones, se registró un inesperado suceso: era un domingo del mes de julio durante el lejano año de 1760, época en que se practicaba mucho la cacería; el monarca español Carlos III, aficionado a ese arte, de repente fue arropado por la oscuridad y se extravió; buscando un asilo, ya muy cansado, divisó el convento que encabezaba el venerable Fr. Antonio Sin muchas dificultades se dio paso al regio personaje y su comitiva.
Desde luego que los acompañantes del rey buscaron para éste el mejor aposento a efecto de que pudiera reposar; en consecuencia y de acuerdo a su mundano criterio, creyeron que ese sitio sería la celda del prior. La sorpresa del soberano y sus cortesanos fue mayúscula, pues en lugar de un cómodo recinto se encontraron con una paupérrima habitación: una tarima de viejas tablas pasaba por ser el lecho, en tanto que un cilicio para penitencia engarzado a la pared, era el austero atavío del fraile;se completaba el panorama con una silla rústica y una mesa sencilla coronada por unos libros, además del infaltable crucifijo y como singular adorno, una patética calavera. La impresión que se llevó el rey fue verdaderamente impactante, pero aún más se conmovió cuando vio llegar a Fray Antonio, que era el vivo espejo de la estrechez y la humildad.
Desde aquel momento inolvidable, el monarca tuvo presente la imagen del fraile de la calavera, por lo que en cuanto hubo una vacante de obispado, inmediatamente lo designó para ocuparla. Esto sucedió el año de 1761 cuando habiendo muerto el obispo de Yucatán, se otorgó el nombramiento relativo al sencillo dominico Fr. Antonio Alcalde. Así es como transcurridos dos años, llegó a lo que hoy es México, el hombre que pocos años después fue promovido al obispado de Guadalajara.
En efecto, luego de fructíferas tareas en pro de la educación y la beneficencia como obispo de los yucatecos, el 12 de diciembre de 1771 arribó a la Perla Tapatía para asumir su encomienda de XXII obispo de Guadalajara. Ahora sus desvelos serían mayores y sus frutos verdaderamente excepcionales.
Sin descuidar un ápice los asuntos propiamente episcopales, el accionar de Fray Antonio se sintió en todos los órdenes: si había hambre, facilitaba medios para que comieran los pobres; si las lluvias causaban daños, proporcionaba medios para remediar ese mal. Al sostener que la salud era la ley suprema del hombre, se esforzó para dotar de servicios médico-hospitalarios de primer nivel a favor de quienes denominó “la humanidad doliente”, es decir, toda la comunidad necesitada.
Facilitar casa a los pobres era una tarea inaplazable, por lo que promovió la construcción de numerosas viviendas en 16 manzanas, conjunto habitacional único en América, conocido como “las cuadritas” y se ubicó en las cercanías del Santuario de Guadalupe. Esta hermosa iglesia de igual manera fue obra suya, con lo cual dotó a la ciudad de un templo con digna categoría para venerar a la reina espiritual de México.
De todo se ocupaba el bondadoso prelado tapatío: las mujeres, los niños y los menesterosos; los obreros y hasta los presos, sin olvidar desde luego al clero. En consecuencia apoyó la creación de talleres y fomentó el desarrollo artesanal para abatir el desempleo
Especial atención recibieron los enfermos, y el hospital de Belén fue la respuesta; en cuanto a otros males mayores, como es el caso de epidemias y la insalubridad, se edificó anexo al anterior nosocomio su camposanto. De esa manera fueron acrecentándose los frutos generados por los empeños del incansable Fray Antonio Alcalde.
Sin detenernos en valorar cual de las obras alentadas por el obispo fue mayor, debemos señalar la creación de la Universidad de Guadalajara como uno de sus máximos logros.
El 18 de noviembre de 1791 en San Lorenzo del Escorial, Carlos IV firmó la cédula real por la cual se concedía la fundación de la Universidad de Guadalajara.
El júbilo del pastor guadalajarense se desbordó, y de común acuerdo con las autoridades civiles se tomaron medidas para proceder a la apertura de la Máxima Casa de Estudios tapatía.Sin embargo, tantos esfuerzos desplegados incesantemente para superar resistencias ancestrales, dotar con fondos cuantiosos sus obras y emitir disposiciones eficaces para obtener el visto bueno real en el caso de la Universidad, minó la resistencia del fraile de la calavera.
De carácter férreo y voluntad inquebrantable, su salud no resistió tantos empeños; los múltiples trabajos y no pocos contratiempos que venció constantemente el ilustre obispo, minaron su consistencia, sobreviniendo el fatal desenlace con fecha 7 de agosto de 1792, apenas unas semanas antes de la inauguración universitaria.
El recuerdo del inolvidable Fray Antonio se arraigó en el corazón de los jaliscienses; la imperiosa necesidad de honrar su memoria hizo que se le consagraran calles y monumentos. Por ello el pueblo jalisciense representado por el Congreso estatal, sublimó su figura altruista y lo declaró “Benemérito del Estado de Jalisco”. A todos los que vivimos en esta maravillosa Entidad, nos toca honrar cada vez más, al más preclaro bienhechor que hemos tenido, al fraile de la calavera, el inmortal filántropo Fray Antonio Alcalde.
Por Expresión - 9 julio, 2015923
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